4 de diciembre de 2013

Condenadas desilusiones

De desilusiones trata la vida, me digo yo. Es algo realmente triste, una desilusión que significa la pérdida absoluta de la esperanza de un individuo, cuando se da cuenta de que no hay nada que hacer ni nada en que creer. La desilusiones que rodean nuestra existencia, que oscilan desde los llantos de un niño que descubre que los Reyes Magos no son reales, hasta el día que uno se da cuenta de que la vida no era tan fácil como se pinta en la puñetera televisión, que uno no deja huella y tiene el lujo de desaparecer entre aplausos.
Solemos entender las desilusiones de la vida como una forma de "madurar" (o eso dicen). Yo, personalmente, no lo creo.

Y la peor desilusión, si me permiten el tópico romántico, es cuando uno se da cuenta de que el amor es un chiste.
Créanme, no hay nada más triste que un corazón roto. Ver cómo una persona ha perdido toda la esperanza al descubrir que el amor es tan solo una broma de mal gusto demasiado larga (y al mismo tiempo, demasiado efímera). Ver que el cuerpo le pide dejar de creer, cómo empieza por una desoladora desesperación que, muy lentamente (demasiado, si me preguntan), se convierte en una monótona enfermedad, y ver cómo se vacía de ilusión su mirada. Lo horrible que es mirar a alguien a los ojos y descubrir que ya lo da todo por perdido, que ya no hay nada en qué creer, que enamorarse es un cuento sin final feliz. Es doloroso ver a los que se desengañaron hace tiempo, ya inertes, viviendo de forma inércica... tan triste como dejar de escuchar la risa pueril de un niño que ya ha perdido la inocencia.

Esos desengañados que, en secreto, siguen indagando en sus entrañas con la esperanza de encontrar una pequeña llama que les haga sentir la calidez que en un tiempo sintieron, hasta poder quemar otra vez su cuerpo inflamable de esperanza y resucitar de tan aterradora enfermedad.
Es triste. Es terriblemente triste, ver como ocultan su esperanza, y que al mismo tiempo, conozcan las dolorosas consecuencias.
Es triste, pues conozco el verdadero miedo de estos individuos: miedo de no volver a sentir. A pesar de todas las cicatrices cargadas de dolor y desilusión, lo único que temen es no volver a vivir sin miedo a quemarse.

Y luego se dice que un corazón roto ayuda a madurar. Por favor (y sin él): no me hagan reír.
Esos imbéciles caerán una y otra vez, porque en el fondo, es terriblemente triste vivir desengañado.
Esos imbéciles, si me permiten, son los imbéciles más valientes que viven entre nosotros, verdaderos dementes que tropiezan con la misma piedra, y si es necesario, con una montaña.

Y lo digo yo, creedme, ya desengañado desde hace un tiempo, un desesperanzado veterano que he dejado de creer, y que en un dudoso hálito de esperanza nocturna, intento encender la condenada mecha de mi cuerpo con unas cerillas mojadas.

Es triste, pero cállense.
Qué sabrán ustedes, ineptos inertes que viven a la deriva de la inercia.
Y qué sabré yo, que soy un demente, y además joven.
Cállense, tristes serán ustedes.

Manu Riaño

1 de diciembre de 2013

¡Hasta siempre, Pessoa!

Ayer se cumplieron 78 años desde la muerte de Fernando Pessoa, poeta portugués.
Con él, se fueron los grandes Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos... y unas cuantas máscaras más que se tornaron fútiles un 30 de noviembre.
Alberto Caeiro probablemente esté absorto en su vida pastoril, pesando en su infancia allá donde haya una vida tranquila y despreocupada, pensando en la felicidad renacentista, mientras que Ricardo Reis ya habrá atravesado el Hades, más lejos que todos los dioses clásicos, habrá conseguido conquistar a Venus, plantar cara al mismísimo Júpiter y aprender de Diana.
Por otra parte, Álvaro de Campos llegó a su única conclusión, y por fin se fue al infierno sin nosotros, ya que nosotros no nos íbamos al infierno sin él. Nadie le llevó del brazo, y solo dejó una cajetilla de tabaco y una carta de amor (ridícula, como no).
Pessoa nos habría contado la muerte de muchas maneras, habría creado más máscaras, y habría sentido por todos nosotros.

¿Quién dice que no seamos más que una máscara de otro poeta?

Por ello, siempre debemos recordar que Pessoa eramos todos, pero Pessoa no era nadie. Era el beso entre el Realismo y el Romanticismo, una hipérbole del Renacimiento y un clásico empedernido. ¿Quién fue Pessoa, sino un fingidor que fingió un dolor que en verdad sintió? Una sátira entre el extremo burgués y anarquista, un símbolo harto de ser sueño, la espantosa realidad de todas las cosas.
Pessoa fueron cuatro poetas independientes, Pessoa somos todos los que le sentimos aún, y al final, la única conclusión posible, Pessoa no era nadie.

Hoy, me despido de nuevo de tan gran poeta... ¿era poeta?

Manu Riaño.
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¿Qué es de lo que de mí fue?
Recuerdo vagamente
el vago no sé qué
ha pasado y se siente.

Si fue hace mucho o poco
cuando aquello pasó,
yo no lo sé tampoco,
pues ni sé qué soy yo.

Solo sé que hoy me agrada
ver aquella visión.
Sé que no veo nada,
si no es el corazón.
-F. Pessoa