19 de julio de 2014

Noches como Heminway

Esta parece ser una de las muchas noches en la que me dormiré vagabundeando por el salón, torturándome una y otra vez con el fantasma de la desesperación que viene horas después de ponerse el Sol. Parece que será una de esas noches en las que soñaré contigo, más de lo que suelo soñar por el día, y te hablaré, como habla un viejo decrépito que no sabe qué le dice a su receptor inexistente, como habla el loco que es consciente de su demencia desde la ignorancia exterior: te hablaré como el triste que suelo ser por las noches.

Sabes, últimamente bebo por beber. Por sed, por sequía, por no tener sed, por revolcarme con un sentimiento marchito, lleno de malas hierbas que riego con la primera botella que encuentro en el desorden que nubla mi vista. Ya no sé qué hacer con todas estas horas malditas que me atormentan y me repiten que tú sabrías leer a través del vidrio de mis ojos cansados. Quiero rendirme, no tener que aguantarte más, pero rendirse no parece una opción de la que yo pueda emitir veredicto alguno; eres injusta conmigo, como todas las noches. Puedo sonreír, y que la amargura haga de la sonrisa una mueca terrible. Para qué. También me canso de decir que cada fiesta ha sido la mejor de mi vida. Olvídalo, de mi vida ni hablemos; me asusta todo, me aterroriza la idea de vivir en la soledad de mi perdida cordura y verme agarrado a la misma botella, cada noche, porque no soy capaz de desterrarte. De todas las cosas en las que querría convertirme, un viejo loco y borracho no es una de ellas, y menos sabiendo que al mirarme al espejo, solo podré ver por la fuerza del sino la decepción de mis ojos pasados, llenos de culpabilidad, parpadeando reproches y secos de resignación. Los días pasan, y lo peor es que las noches también. Cada noche intento vivir como Heminway, y sé que la vida no funciona así. Las botellas no alivian el dolor; lo aplazan, y hacen de mi cabeza un lugar terriblemente vulnerable a ti.
Esta noche me doy cuenta de que todos bebemos porque tenemos miedo. Miedo de no beber una noche y que desaparezcan los escasos recuerdos bellos que conservamos y nos ayudan a ver al amanecer, pero que las pesadillas persistan, rodeándonos como buitres a la carroña.

Sí, cada noche intento vivir como Heminway, y acabo como el imbécil de Bukowski. Pero cada noche sigo soñando, admirando las pesadillas que me traes, y sueño con la noche en que me vuelvas a acompañar con una botella, y los dos seamos poetas malditos.
Al fin y al cabo, siempre llego a ver el amanecer.

Manu Riaño

15 de julio de 2014

Un día de furia

«¿Y si lo realmente difícil de la existencia fueran esos pequeños inconvenientes cotidianos?. Eso plantea Bukowski en su poema “El cordón del zapato”, en el cual sitúa la locura en todas aquellas cosas de la vida cotidiana que nos desesperan. Un cuadro torcido, una gotera, las averías del coche, la caída del azucarero, la mancha de café en la camisa, y todos aquellos contratiempos que nos sacan de quicio».

- David Noriega, La terrible cordura del idiota (Blog)

Sé de sobra que no le caigo bien a la vida, pero odio cuando me lo recuerda. Como hoy. Hoy es un día de furia en mi cabeza, como esos que todos hemos vivido alguna vez, y puedo notar la sangre hirviendo por mi cuerpo recordándome que puedo estallar en cualquier momento.

Y lo peor, como bien ocurre siempre, es que son nimiedades del día a día lo que pueden hacer que uno se vuelva loco. Puedes estar en bancarrota, haber salido mal parado de una relación, haberte roto la muñeca, hasta te pueden haber cerrado el grado que estabas estudiando... Pero saldrás adelante. Porque, en el fondo, no hay nada comparado con esos pequeños momentos cotidianos en los que soltamos algún que otro taco por instinto. Esos son los peores. Esos pueden acabar con tu salud mental. Esos pueden acabar con tu vida si la vida decide ahogarte con ellos.

Como por ejemplo, despertarte de resaca, descubrir cincuenta euros menos en tu cartera, quemarte los labios, que se te caiga la taza de café y quemarte los pies, descubrir que no tienes tabaco, bajar en zapatillas sin darte cuenta, que llueva, que te cierren el estanco en tus narices, que los bares estén cerrados por vacaciones, haberte dejado la cartera y que el camarero no se fíe de tu mayoría de edad (porque hay veces que la barba no es suficiente, al parecer), que los niños chillen, que te falten cinco céntimos porque el tabaco ha vuelto a subir, volver a casa con las manos vacías y descubrir que te has dejado el aceite hirviendo, que la fregona se rompa, olvidarte de comprar comida, que la cola del supermercado sea larga y avance lentamente, que haya una persona de avanzada edad que no sepa contar la calderilla a la hora de pagar, que se te rompa una bolsa, que te pidan un cigarro y recordar que no tienes tabaco, que siga lloviendo, resbalar, confundir el "sí" con el "no" a la hora de guardar los cambios en un documento, perder los apuntes, fallar más preguntas de lo habitual en un test de conducir, que se te haya olvidado comprar algo, que se te rompa una cuerda de la guitarra, que el bus llegue más tarde de lo habitual (y que ni siquiera llegue), pasar una página del libro que estás leyendo y esta se rompa, perder una púa, que no haya señal en la televisión, que los vecinos discutan a gritos, que la resaca no se pase, cortarte mientras te recortas la barba, que te pique un mosquito (un centenar de veces), que se te manche la camisa justo cuando acaba de salir de la lavadora, un apagón, un plato roto...

Mirándolo de otro modo, todo eso es normal. Accidentes cotidianos que pueden ocurrirle a cualquiera. Pero si la vida está dispuesta a aplastarte, lo hará, y entonces será cuando notes esa sensación ácida por tu cuerpo, brasas incandescentes en la garganta, veneno en la saliva, un terremoto en la cabeza... Sentir que puedes convertirte en un asesino sin darte cuenta. Un mero impulso causado por un mal día y acabarás volviendote un asesino psicópata y esquizofrénico.

Me lo imagino.
Hoy me lo puedo imaginar. Me imagino a cualquier amigo dándome una palmadita más fuerte de lo habitual en la espalda mientras me pregunta "¿Qué tal?", y que la única respuesta sea romperle todos y cada uno de los doscientos séis huesos de su cuerpo, disfrutar de cada crujido, estrangularle, patearle la caja torácica hasta que deje de respirar... Me lo imagino. Me volvería un homicida en tan solo una tarde, y me imagino a las vecinas diciendo en las noticias "Manuel era un chico muy normal, siempre saludaba". Me las imagino perfectamente.

Ja.
Apuesto a que muchos asesinatos sin explicación a lo largo de la historia fueron por un día de furia como este. No sé cómo sonarán las voces en la cabeza de un psicópata, pero seguro que se parecen a niños chillando, vecinos discutiendo, la anciana que no sabe contar en el supermercado, el camarero chulo que se niega a venderte tabaco, al palo de la fregona quebrándose...
Sí. Seguro que suenan así.

Todos tenemos un mal día, un día de furia. Seguro que muchos de vosotros los habéis vivido alguna vez. Hoy es mi día de furia, y las formalidades que tengo con la vida se han visto increíblemente reducidas a un mero corte de manga al cielo. Lo peor: no existen remedios contra estos condenados días. Hoy voy a hacer una fortaleza de sábanas a mi alrededor y evitaré el contacto con el mundo.
No querría volverme un asesino.

Porque esta mañana ha llovido... poco, pero ha llovido. Y no quiero saber qué ocurrirá si piso el único charco que debe haberse formado.

Manu Riaño

10 de julio de 2014

La revolución entre el centeno

Hay días en los que sentimos una catatonia según nos levantamos, nos llenamos de nostalgia y nos da por echar la vista atrás y analizar todo nuestro pasado. En otras palabras, y dispuesto a hacer una introducción corta, hoy he abierto el baúl de los recuerdos, literalmente hablando.

Todos hemos vivido una época en la que nos habíamos aferrado a una idea (bueno, idea, grupo de música, libro... lo que sea) y no había manera de quitárnosla de la cabeza. Pues estaba yo echando un ojo a esas épocas fugaces de Green Day, Blink 182, el anarcosindicalismo (sin saber yo muy bien de qué iba el rollo, pero yo me apuntaba a todo), el emo-metal (sí, amigos. Sí)... Y me he encontrado con un libro que marcó un antes y un después en mi vida (y seguro que también lo marcó en otras tantas generaciones). Hablo del famoso El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. La verdad, fue una grata sorpresa ver que no había perdido el libro y descubrir que simplemente soy un desastre para el orden. Ese icónico libro que todo adolescente joven ha leído y sintió estallar una revolución en su interior, famoso por ser relacionado tantas veces con la muerte de John Lennon, protagonista en centenares de canciones y relatos... Vaya, que menuda añoranza la que sentí al leer el nombre de Holden Caulfield otra vez.

Sin esperar ni un segundo y con la emoción en el pecho, decidí volver a leerlo.
Y qué error por mi parte.

El guardián entre el centeno es el libro donde todo empezó. Un chaval de unos quince o dieciséis años que no entiende el mundo, y el mundo tampoco le entiende a él. Un joven al que le aplastan las incongruencias de la vida y decide escapar, que se enfrenta al mundo sabiendo que este se lo va a comer. Un loco que resultó no estar tan loco. El libro está narrado desde la cabeza de Holden Caulfield: cada pensamiento, cada idea que tiene, la tenemos nosotros. Cada vez que siente la angustia de la sociedad en la que vive, la soledad que soporta, la impotencia frente a cualquier injusticia, el odio a la falsedad, las dudas de las pequeñas cosas de la vida... Nosotros lo sentimos igual. Cada vez que parece que su mente se va por las ramas y desemboca en una situación surrealista, cuando creemos que está loco, descubrimos que no es así. Esa demencia que percibimos, en verdad, nos acompaña siempre, solo que no tenemos a nadie que la esté leyendo...
Holden no quería empezar una revolución porque no sabía nada ni entendía el mundo... y aún así, los lectores que estuvimos en su cabeza quisimos empezar una revolución, sin saber contra quién, pero con la certeza de empezarla. 
Ese libro fue, para muchos, el primer libro que nos hizo levantar la cabeza... el primero de muchos.

Lamentablemente, cuando me refiero a nosotros, hablo de nuestros revolucionarios quince o dieciséis años. 

Fue un error con el que no conté. Me estoy acercando a la segunda década de edad, y por poco que parezcan cuatro años de diferencia, son muchas las cosas que cambian. Han sido muchos los autores que han pasado por mis manos, y muchas cosas las que uno ha aprendido... Mihura, Pessoa, Beckett, Yeats, Bukowski (con el que soy tan pesado, sí), Trabucchi, Capote... Llega un momento en el que, de repente, nuestro querido Holden parece un niño caprichoso y egoísta que no sabe qué hacer.
Más rabia me ha dado a mí esta situación, querido Holden, que fuiste el héroe de toda mi adolescencia, el que me hizo dar un paso al frente y conocer de qué narices va este mundo. Un héroe que, de la noche a la mañana, ha entrado en decadencia frente a mis ojos. Le he visto marchitarse, tropezar, equivocarse, pudrirse ligeramente en mi memoria. Esa revolución que había empezado hace casi cinco años se había debilitado un poco.

Cerré el libro y lo volví a guardar. Esta vez lo dejé donde más desorden hay y menos probable es volver a encontrarlo.

Amigos, a veces la nostalgia nos la juega. El pasado embellece a medida que pasa el tiempo y cada día nos parece una época más atractiva. Pero en el fondo, está bien que se mantenga simplemente como el pasado. Los recuerdos perdurarán hermosos en la memoria... no seamos egoístas y los vayamos a estropear.

Desde aquí, le mando un saludo a Holden Caulfield. Al fin y al cabo, confieso que gracias a él descubrí el whisky.

Por su antihéroe,

Manu Riaño

«La gente siempre aplaude a las cosas que no debe» -Holden Caulfield