21 de enero de 2014

Incongruente y ligeramente estúpido

Últimamente, he estado leyendo mucho a Álvaro de Campos quejándose de lo estúpida e incongruente que puede ser la vida. Lo he leído tanto que he leído entre líneas, y he leído en sus ojos inexistentes sus arrebatos emocionales (que no lo parece, pero tiene), y cómo le tiemblan las manos cuando escribe un verso con la palabra libre grabada en él, cuando habla de coger un Chevrolet y desaparecer en cualquier carretera lúgubre, cuando se le escapa en una calada un latido de su gélido corazón, y rápidamente lo esconde esparciendo el humo y quemando el ridículo poema que estaba escribiendo.

En el fondo, hace bien. El mundo no debe saber que tenemos sentimientos; de lo contrario, vendrá a por nosotros a recordarnos los sinsentidos a los que debemos buscar soluciones: cuanto más estúpidas sean, mejor.
Pero hoy, sin querer, me he dejado llevar por sus pensamientos dementes. Fíjense hasta qué punto me he dejado engañar, que no me han parecido tan complejos. No tienen sentido, pero los entiendo más que a la vida (y más que a las escaleras de caracol).

Hasta el pobre técnico no entiende el quid de su existencia. Ni siquiera sabe si escribe lo que piensa, y nosotros no leemos lo que nos ha querido decir. Hay veces que al muy desgraciado se le escapa la mirada al mar y deja de ser la máscara realista que es, y ocurre lo que nunca debe ocurrir: piensa, imagina, se pierde. Esa marioneta cobra vida por un momento y se desvía, a pesar de que le empujamos a seguir por el camino que le pertenece. ¿Hacia dónde le dirigimos? Ni nosotros lo sabemos, pero no al mar; eso es demasiado absurdo y romántico para él. Que alguien le gire la cabeza, y que siga cabizbajo y malhumorado por el sendero que le ha sido dibujado (garabateado, me atrevería a decir). Que se deje de ensoñaciones.
Soñar, soñar...

Soñar se ha vuelto una palabra con un significado abstracto y etéreo. Ahora se sueñan irrealismos, utopías, distopías, cambios, ilusiones, anhelos, ansias, codicias, deseos, idealizaciones, recuerdos, evocaciones... 
Ahora, hemos sido educados a entender que un sueño nunca querrá decir una realidad. Debemos tachar esa palabra prohibida de nuestro vocabulario realista y no nombrarla en la vida, si no quermos que nos tomen como la broma que somos. Pero es curioso lo difícil que es evitarlo. Hay días (más bien noches) que nos da por levantar la cabeza de nuestro condenado sendero, mirar hacia delante para ver que no hay nada escrito, girar la cabeza y ver algo similar al mar que veía el señor De Campos. Pero lo olvidaremos, porque las ensoñaciones no están hechas para mantenerse firmes al día siguiente; no perduran, hemos aprendido nos han enseñado a no tener el valor suficiente para tomar una pequeña curva sin miedo a ahogarnos. Cerremos esas puertas: son mentiras. Sigamos recto: nos han prometido una verdad.

Oh, no. Yo no. Sigan ustedes, ya les alcanzaré. Ya os he dicho que hoy me he dejado llevar por los versos del señor De Campos. Querría fijarme un poco en el mar. Creo que esta noche estoy a punto de dar un paso a ese desvío no escrito.

Tal vez, no sea tan mala idea abrir la puerta y buscarse un lugar hacia donde caminar que sea más absurdo que esta vida. Tal vez, ese osado paso cambie la concepción de un sueño. Tal vez, la realidad y el sueño no sean significantes tan lejanos como nos dicen. Pero solo tal vez. No puedo decir más de lo que nos dicen los libros.
Tal vez algún día...

Vaya, otra vez me ha vuelto a pasar... Debería quemar esto...



Manu Riaño.
"La vida y las escaleras de caracol son dos cosas incongruentes y ligeramente estúpidas" -Miguel Mihura

16 de enero de 2014

El amor no es ciego, el amor ciega.

Lo que declara en tus ojos
la guerra a mi sueño
es esa verde y verídica
mirada tuya.
Me desarmas, me rompes,
me dejas ciego.
Juegas conmigo,
-yo me dejo-,
como un muñeco roto.
Me atraviesas,
muero por un minuto
-a veces son décadas-.
Creo ver una chispa
que desafía mis tinieblas.
Veo mil emociones
a medias, inacabadas,
y esa colección tuya
de sonrisas
tristemente dedicadas
por ilusos; a traición...
Sé que todas son robadas.

Y veo a ciegas.
Y veo, y veo, y veo.
Hasta que ya no veo.
Ni oigo, ni hablo.
Mudo de asombro,
tímidamente fascinado.
Pienso: no, no pienso.
Blasfemo, me da igual.
Me desespero, me desvivo.
Me vuelvo loco.
No, ¡ya estoy loco!
Mejor espero...
¿a qué?
Me muevo: no puedo,
ya no sé, déjame.
No, espera,
no te vayas, espera.
Me acerco a ti;
¿por qué?
No me atrevo.
Me alejo, no quiero.
Te abrazo,
entonces lo veo.

"¿El qué?"

Te veo a ti.
Veo ganas de todo lo anterior.
Veo todas mis ganas de vivir.

Manu Riaño.

12 de enero de 2014

Cómo enamorar hablando en público

Hace unos meses, leí un libro titulado Cómo enamorar hablando en público, de Míchel Suñén. Se trata de una pequeña guía que consta de ocho sencillos pasos para mejorar la oratoria del lector. He de decir que mi discurso mejoró progresivamente tras la lectura de este libro, mis exposiciones se hacían más amenas, con más contenido, y mi entonación era insuperable (modestia aparte). Lo peculiar de este libro es su estructura: está dividido en ocho capítulos en los que en cada uno se cuenta un episodio de la vida de nuestro protagonista, Horacio, intentando enamorar a una mujer mediante una declaración. Al finalizar cada capítulo, se exponen sus errores y las razones de su fracaso (hasta que, como es lógico, en el último capítulo alcanza su meta).
Siendo sincero, no querría hablar del libro, sino de la verdadera práctica de enamorar hablando en público.

Imagináos que llega un momento en el que estáis en la piel de Horacio. La oratoria que tanto tiempo llevais perfeccionando nos va a proporcionar otro uso que no sea aprobar unas simples (o complicadas, mejor dicho) prácticas universitarias. Debeís enamorar, en su más estricto sentido, hablando con voz alta y clara.
Como os explicaría ese libro (y de forma muy resumida), elegir el momento y el lugar es fundamental, y el tema debe interesar al público. Si se cumplen estos tres factores, pasamos al registro, formal o informal, dependiendo de nuestro/s oyente/s. A continuación, dar una amplia respiración llena de confianza y encantar al objetivo durante el tiempo que sea necesario o conveniente.

Puestos en el supuesto (y valga la redundancia), listos para hablar; entonces, justo antes de que podamos completar la primera sílaba, unos ojos se clavan en los nuestros, cortan nuestra voz, garabatean nuestro discurso y hacen temblar nuestra oratoria. Todo a la vez y bien mezclado. ¿Qué hacer?
¿En qué narices debe un ser humano pensar cuando una mirada te corta la respiración? ¿Cómo podemos reaccionar?
Hablando en primera persona del episodio jamás contado de nuestro querido Horacio...

Lo primero que pensé... Nada, no pude pensar nada. Ni pensé. Mi mente quedó más blanca y vacía que los límites del Realismo. No había reacción, una parálisis inminente de mis funciones motoras y nerviosas habían causado el vacío en mi faringe. Todas mis neuronas olvidaron hacer la sinapsis durante un breve segundo para nublarme la cabeza.

Lo segundo, pensé en agarrar mi libro de Cómo enamorar hablando en público, buscar y encontrar a ese condenado Míchel Suñén, agarrarlo por el pescuezo y abofetearle una y otra vez con el libro, por engañarme de esa manera y no advertirme que el inepto de Horacio era una simple marioneta utópica de su guía hacia la oratoria.

Lo tercero... Dios sabe dónde tenía mi cabeza, ni yo sé en qué pensaba. Mi mente estaba más mareada que una resaca de Baudelaire; mis ideas, más divididas que Fernando Pessoa; mis palabras salían como el primer garabato de Apollinaire, y si os hablase de dónde estaban mis ojos en ese momento, os podría decir que se habían perdido en otros que estaban clavados en mí, perplejos y algo impacientes, esperando una reacción, y apuesto que pensando que soy imbécil (y no los culpo, mi cara sí que debía ser un poema surrealista); y para colmo, se asemejaban tanto a las praderas de las que tanto me hablaba Butler Yeats...

Y es entonces cuando te das cuenta de que estás murmurando sinsentidos, que eres como la ebriedad de Bukowski en un patético intento por enamorar. Básicamente, hablando con simpleza, pareces un crío de cinco años pidiendo perdón a sus padres por romper nosequé jarrón de tu tía, entre balbuceos y estupideces.

Eso; eso es lo que ocurre cuando creemos dominar una oratoria dedicada a la razón. Podemos estar en el lugar adecuado, en el momento adecuado, con el tema más oportuno para el público más oportunista, y estar cargados de decisión mientras tomamos aire para hablar alto y claro. Pero, indudablemente, chocaremos. Nos golpearemos estrepitosamente con la pérdida de la razón y la aparición del sentimiento, demostando, una vez más, que la coherencia no es rival para estos. Que nos emborracharán de ideas absurdas que rompen con todos los esquemas que teníamos en mente, tanto en ese momento, como a lo largo de nuestra vida. 

Una guía de cómo enamorar sin estar enamorado... ¡Si es que hay veces que la razón humana llega a absurdos inestimables!
¡Lo que hay que leer! ¡Feliz domingo a todos!

Manu Riaño
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Demostramos,
una vez más,
que la poesía no nos hace
dueños
de nosotros mismos. 
Demostramos,
una vez más,
que un Romanticismo siempre dará
mil vueltas
a cien Realismos.