9 de junio de 2014

¡Invito a la próxima ronda!

Vaya año más caótico, ¿no creéis? 

Ya estoy más que acostumbrado a despertarme en pisos que desconozco, acostumbrado a no desayunar, a que la comida me sepa a tabaco y el agua a alcohol, a salir a la calle para maldecir la luz que me quema las retinas, palpar el bolsillo buscando algo de dinero y encontrarme una cajetilla sin cigarros, llena de una sensación de vergüenza que ya familiarizo con estos despertares que me quitan la vida.

De todas las cosas en las que podía haberme convertido, un payaso asociado a la continua ebriedad no es una de las que más me habría gustado a los nueve años. Hay tardes en las que miro mi cara de niño desde el espejo (porque a pesar de tener algo de barba, tengo una cara más bien pueril y me siguen pidiendo el DNI a veces), y detrás de esos párpados tan caídos y desinteresados que tengo, admito sentir pena por no ser un crío otra vez (aunque sigo jugando a Pokemon, que ya es algo).

A día de hoy, todavía hay gente que me reprocha con asco mis hábitos (y el de muchos otros), y otros tantos que se preocupan metiendo sus narices en nuestras razones.
Miradme a los ojos a través de la pantalla.
Tengo tantas razones para resquebrejar mi estado anímico como no tengo ninguna. No molesto a nadie, no soy violento, no persisto en buscar compañía, no busco desesperado ninguna atención, no se me escapan las lágrimas, ni grito palabras incomprensibles, ni aullo mis secretos, ni digo la verdad, ni cuento mentiras, ni me encuentro mal, ni me encuentro bien, ni prometo estupideces, ni desaparezco, ni me desvanezco, ni digo en todas las fiestas "¡Es la mejor fiesta de mi vida!", ni me saco selfies mientras se me cae el móvil al suelo... Ni un largo etcétera, caballeros.

Estoy. Simplemente estoy, que no es poco para mí.
Estoy, y no podría ser más feliz... ¡y me encanta! Adoro celebrar cada minuto, bueno o malo, de cada jornada, incluso esas terribles resacas que no me permiten incorporarme de la cama (y hago unas abdominales penosas intentándolo, asemejándome a una tortuga tumbada sobre su caparazón), y también cuando no me queda dinero para comprar un mísero cigarro, cuando ha sido una mala noche, o cuando ha sido una buena. Porque me encanta intentar recordar lo que se nos olvida al día siguiente, o brindar por las personas que nos han visto en los mejores y en los peores momentos (y no sabrían decir la diferencia)... O para olvidar, incluso. Olvidar noches que es mejor no nombrar con personas que nunca olvidaremos. ¡Que será por desgracias! A alguno le habrá dejado la novia, o tendrá problemas en casa, o estará en bancarrota... y a otro le echan del curro, o le engañaron con otro... o aquellos que han perdido a alguien, o aquellos a quienes no les queda nadie... No tenemos el Imperio Británico en nuestras manos, que digamos... Pero tenemos un espíritu inquebrantable. Me encanta celebrar todo lo que va mal: todas y cada una de las apocalípticas y desastrosas situaciones que han hecho posible cada minuto que he pasado con una cerveza en mi mano y la mejor compañía del mundo.

Admito ser un verdadero desastre, poder dar un penoso perfil en esta vida o llegar a ser un desalmado en tantas ocasiones y en el más amplio sentido de la palabra... pero bueno, ya me tocará arder en el infierno algún día. Hasta entonces, brindo por cada noche, mañana y tarde en la que hemos tenido el colosal valor de salir con una sonrisa de oreja a oreja y convertirnos en los payasos que riegan con un poco de felicidad esta vida que puede ser tan mustia a veces.
Lo celebramos porque tenemos sed o porque no tenemos sed. Porque nos va bien o porque nos va mal. Porque nos pasa algo o para que nos pase algo.
Porque en el fondo, no queremos que se vayan los buenos tiempos (y mucho menos, que se queden los malos).

Se nos acaban los minutos y nos faltan unas cuantas cervezas juntos, amigos.
¡Pero no temáis! ¡Yo invito a la próxima ronda para no perder las buenas costumbres!


En un pequeño arrebato de nostalgia (de los muchos que le quedan),

Manu Riaño