3 de marzo de 2015

Relato inherente de unos años ya olvidados.

Ni os molestéis en buscar parecidos.

Cuando nos volvimos a ver...

... años después en una tarde estival especialmente cálida para lo que es el norte. Tú con un par de arrugas más risueñas en los ojos y yo con más enredaderas de azabache en mi rostro. Nos sonreímos como si tan solo hubiese pasado un día desde el último abrazo. Tú hablabas de algún hombre pasivo esculpido en mármol que siempre se lamentaba entre murmullos, y yo venía de comerme el sur a brindis y carcajadas. El atardecer se hacía más agradable a medida que los rayos de sol nos brindaban su último aliento térmico y nos teñían de sensaciones vivas mientras la cerveza salpicaba nuestra ropa, y en tanto que la noche se acercaba, nos llenábamos de escalofríos que sacudían nuestras reservas de adrenalina. Ahí estábamos, como si tuviésemos diecitantos años otra vez, corriendo por el casco antiguo de una ciudad ya olvidada, conquistado botellas de bar en bar, intoxicándonos de un optimismo irracional, emborrachándonos, haciendo sonar una guitarra callejera en cada esquina, cantando alguna que otra canción desfasada y contando las historias a las que aún no habíamos encontrado un final. La inocencia sacó a bailar a la embriaguez, y sin querer nos miramos con ese destello con el que miramos a una estrella fugaz, con el deseo de dos pobres amantes de la máxima del Carpe diem que ignoran la tierra del mañana. Tres músculos se relajan, otros cuatro se tensan, el corazón bombea nitroglicerina por nuestras arterias, nuestras bocas se secan, lo ojos se humedecen. Entonces, un impulso supera la velocidad de cualquier control neuronal, una ola de inesperadas emociones colisiona y desarma nuestros cinco sentidos.
Un suspiro podría hacernos explotar.

Todo esto, antes de un fatídico beso.

De la nada, un veneno de racionalidad nos atacó sin piedad, incendió nuestra mente, inundó nuestras venas y nos estrellamos en cuestión de segundos con cemento en la sangre.

Un silencio. Dos heridos. Tres gritos. Cuatro bramidos desesperados y cinco lágrimas con reproche. Discutimos los seis llantos que nos habían acompañado en nuestras pesadillas. Siete días sabiendo de ti, ocho noches borracho y unas nueve o diez de insomnio. La undécima vez que hago uso de consciencia en doce meses.
Entonces, pierdo la cuenta.

De repente, todo termina. Las calles estaban muertas y sucias, las botellas se vaciaban con rapidez, los bares eran tristes, la guitarra gastada y llena de malos recuerdos, las canciones desoladoras y las historias terminaban con las hojas arrancadas.
Meses después, volví a verte. Viniste con ganas de discutir si Jack era mejor que Charles, o si Ernest era más machista que John. No quedaba inocencia, estábamos donde estábamos, con la veintena saludándonos al despertar. 
Yo era todo problemas arropados con la más reconfortante indiferencia, y tú ya te obligabas a ti misma a ser más despreocupada y una mujer de palabras lapidarias.
Pensamos igual. Pensamos en la curiosidad que mata al gato. ¿Y si no lo mata? Pensamos en conocer a los desconocidos que éramos, esperanzados por encontrar una pequeña cara pálida y redonda, y un rostro imberbe e inocente debajo de nuestras máscaras.

Decepción.

Qué difícil es enfrentarse a la realidad, pues yo me había olvidado de cómo besar con cariño, y tú te habías olvidado de dar pasos pequeños. Y los dos habíamos olvidado la máxima del Tempus fugit. Aunque es mejor así. Sé que te quiero y que siempre te querré con aquellos patéticamente enérgicos años tan jóvenes. Y sé que tú también. Pero eso ya nos queda lejos. Muy lejos, aunque la nostalgia nos haya dicho lo contrario en tantas ocasiones.

Finalmente, la curiosidad mató al gato. Ahora, simplemente, no nos conocemos.

Manuel Riaño

21 de enero de 2015

Pensamientos airados

Me replantearía mi existencia por vigésima-primera noche consecutiva, pero ya me tengo muy visto y me aburro. No soy una persona interesante. Qué voy a decir, soy bastante sencillo.

El caso es que, tras numerosas jornadas de condenada estupidez romanticista interrumpiéndome el sueño, he alcanzado mi límite. Mi mente no es apta para cuerdos, pero tú sobrepasas la línea de estabilidad no-mental. Me abrumas, o me abrumo yo solo, y desisto en decantarme por lo que es peor. Pienso con certeza que habrá otras caras, que habrá otras gracias, que habrá otras dudas existenciales de madrugada... y cómo no, que habrá otras tantas cosas en las que ni me molesto en incluirme. Ni siquiera me veo capaz de plasmar mi amargura en tu felicidad, porque sería como apuñalar a esa sonrisa tan única y agradable que tiene La Gioconda. Cada letra que escribo es un paso más al egoísmo personal. Podría, tal vez, refugiarme una vez más en ese vidrio a rebosar de las penas aplazadas, pero estoy seguro de que no debería quebrar mi cuerpo más de lo que está mi ánima. La represión de las imágenes e ideas que sobrevuelan mi cabeza hacen que esta escritura automática que lees sea algo más premeditado de lo que a ambos nos gustaría, que tal vez no me esté ensartando a espadazos propinados al azar, sino que esté apuñalando directamente ciertos órganos cuya utilidad, con angustia y lamento, he decidido limitar a ser las sobras de las que se alimentan los perros más callejeros y sanguinarios.


Por mi cabeza entran y salen los pensamientos más airados que haya podido imaginar. La ira estalla en forma de cara de póquer mal preparada contra el espejo cada mañana, y este empieza a quebrarse por la decepción y acidez que intenta disimular una mueca en forma de sonrisa cada día.
Me maravilla la osadía de otros tantos que alcanzan la indiferencia mientras apuran una última calada de un ciagrro que puede significar el fin de sus emociones. Creo ser un arraigado tanto a la alegría como a la tristeza, confiando en su plenitud en que la experiencia me dará la mejor de las lecciones. Crédulo e ingenuo por mi parte.

Quejarse es un vicio, siempre me he dicho, pero creo que solo me quedan los vicios para subsistir.


Manu Riaño

Yo tiemblo, no temiendo la llegada de la muerte inesperada por llevarse mi corazón, sino porque no quiera bailar conmigo y me deje robarle mi último beso. Ignoro mi final, únicamente espero que tan solo quede de mí la marca de mi cuerpo en las sábanas, una desaparición inexplicable por ansias de vivir y de osar tomarle la mano a la mismísima dama del alba.

25 de noviembre de 2014

Y luego seré yo el que está loco

Me gusta imaginarme a mí mismo en una taberna del Romanticismo, sentado con una gran jarra de cerveza levantada, gritando que quiero ser pirata, que nadie manda sobre mí, que soy la persona más libre del mundo, y luego meterme en alguna pelea sin sentido que se solucionará posteriormente con más y más jarras de cerveza. A cada golpe, una carcajada. Y sería el ser humano más feliz del mundo.

Otras veces, soy Alfonso Quijano disfrutando de su propia locura como Don Quijote, sin importarme cuán loco esté, viviendo mis aventuras derribando y siendo derribado, arrastrando a otros a mi demencia, clavando lanzas a molinos en el nombre de algún amor. Muriendo consciente, pero consciente de haber vivido.


Recuerdo que una vez fui un aventurero neoclásico por los ríos africanos. Llevaba la palabra de mi imperio bien cosida en el orgullo hasta que unos indígenas me la arrebataron. Desperté mi espíritu animal, dejé el politikón de mi zoon como hombre, y fui hallado como un salvaje por mi propio escudo.

Sin ir más lejos, ayer mismo fui Miguel Hernández de camino al centro de Madrid tras repartir víveres entre los republicanos que entregaban su vida en las trincheras. Al llegar, discutí con todos esos escritores de la Generación del 27 que encontré, para mi sorpresa, dándose un gran festín mientras España se derrumbaba. La ira me envenenó la sangre. Recuerdo haberle gritado a Rafael Alberti y de haber llamado puta a su esposa, la cual me propinó una enorme bofetada (tal vez merecida). Sin rencores, semanas más tarde me ofrecieron exiliarme con ellos, y sin titubear, rechacé la oferta dispuesto a luchar por las libertades que nos estaban arrebatando a homicidios, arrojándome a una muerte segura. Recuerdo también emigrar de celda en celda a lo largo de los años, escribiendo y cantando al hijo que nunca veré, sufriendo la muerte más lenta y dolorosa de todas. Pero nunca me llegaron a quitar la libertad de mi consciencia.

Soy la persona más libre del mundo me digo, quejándome de vicio mientras mis dedos tiemblan dudosos al escribir "de vicio".

Hace falta ser algo bruto, imbécil, sencillo e idealista en esta vida. A mí nunca me apagarán la mecha que recorre mis arterias.
Algún día seré Jack Kerouac.
Ya lo verán.

Manuel Riaño

The fact that everybody in the world dreams every night ties all mankind together. -Jack Kerouac

15 de noviembre de 2014

Y por fin amanecemos

Por fin llega el brillo de razón que entra en tu cuerpo y te despeja la cabeza, como el primer rayo del alba después de una mala noche que te encuentra tirado en mitad de la nada (igual en la calle, en el monte o en una casa ajena). Tal vez sea el peso sobrehumano de la resaca, o que a lo largo de las horas nocturnas, un mecanismo se activó y nos ofreció un tiempo de infinita reflexión. Dejándonos de metáforas, el momento en el que el amanecer nos sabe distinto, cuando parece que por fin nos hemos despertado de un mal sueño y giramos la cabeza para observar el sendero que hemos recorrido a trancas y barrancas... y por fin lo miramos con curiosidad y respondemos con un "Oh... vaya...". Por fin mantenemos la vista desafiante al horizonte y damos un primer paso sobre seguro. Y cada paso, más desinteresado que el anterior, más vivo, con más ganas. La cara reflexiva se torna, poco a poco, en una media sonrisa, y los ojos que tanto tiempo parecían apagados y ligeramente perdidos se prestentan risueños.

Hacía tiempo, demasiado tiempo, que no sabía ni mi procedencia ni mi dirección. La aguja de mi brújula giraba en una ebria confusión. Perdí el norte unas veinte veces (tal vez treinta, pues mis orientaciones métricas y temporales se vieron realmente deterioradas), y el sur otras tantas. Daba vueltas alrededor de una bala perdida en la fuerza centrífuga de mi memoria. Hacía tiempo que no escribía sin que los escalofríos fuesen por placer, sin que el café me supiese menos amargo de lo normal (la verdad, hacía tiempo que no tomaba un café en condiciones). He estado demasiado tiempo creyéndome un simpático Bukowski y hacía tiempo que no me creía Neruda por las noches. Y sí que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que mis dedos bailaron por el mástil de la guitarra, un tanto torpes e impacientes, como el músico que todo el mundo ha soñado ser (he de admitir también que hacía tiempo que no acariciaba las seis cuerdas en condiciones). No recordaba tantas horas llenas de risas entre las sábanas, ni las miradas lejanas en medio del bar, ni algún que otro guiño picaro que tuviese por contestación una sonrisa realmente risueña y agradable. Solía pensar que no llegaría con el corazón en buen estado a ninguna parte, que un par de tajos sanados con alcohol sería lo que me llevaría a la veintena, pero la mentalidad juvenil es lo que tiene (y reconocer la propia ignorancia de una juventud mal escrita no es muy adecuado para alguien a quien le gusta echarse un lustro de más en sus idealismos y pensamientos, por decirlo de alguna manera).

Pero no hablemos de coherencias.

Hablemos de que no es la pereza la que me impide levantarme cada mañana, ni soy yo el que endulza el café matutino, ni tampoco es la hierba de Asturias el verde que más me gusta (ni mucho menos la de Madrid, todo sea dicho). Si tengo insomnio es por tener la estúpida y egocéntrica certeza de que alguien piensa en mí.
Maldita sea, será que tengo la cabeza bien lejos y no hay manera de hacerla bajar.

Juro por Dios que ni un bourbon con tres hielos sabe tan bien como lo hace en otros labios.
Supongo que es hora de empezar a vivir otra vez.

Manu Riaño
«People with no morals often considered themselves more free, but mostly they lacked the ability to feel or love». -Charles Bukowski

29 de octubre de 2014

La consciencia de lo absurdo

Raramente las jornadas son una victoria. A lo largo de los años se suelen acumular muchas más derrotas que cualquier otra cosa. El día a día se acumula en los hombros y pesa como el plomo. La sonrisa de oro pasa a ser de plata oxidada y a tener sal en las encías. El brillo risueño y juvenil de los ojos se apaga y envejece. El andar se vuelve más airado y pesado. Nos olvidamos de nuestros méritos y triunfos, como si tuviésemos alzhéimer de optimismo, y nuestros engranajes dejan de girar en nuestro cuerpo. Seguro que algún gilipollas nos dirá "¡Alguien se ha levantado con el pie izquierdo!", y algún otro nos dirá que nos faltan vitaminas, que nos tomemos un zumo natural cada mañana, mientras que nosotros nos contenemos para no lanzarle el café de máquina a su cara de idiota. Enfrentarse a la vida nos gasta el estado anímico, y no hay pilas recargables para eso. La compañía se antoja pesada, y las obligaciones desesperantes. Nos vemos incapaces de seguir una conversación sin rechinar los dientes, sentimos que al caminar, una nube negra se cierne sobre nuestras cabezas, como si formásemos parte de esas caricaturas no tan divertidas de los periódicos. Nuestro vocabulario se ve reducido a monosílabos (alguno de ellos no reconocido por la RAE, como meh), la música agobia a nuestros oídos, nuestros músculos se tensan con solo pensar en tomar la iniciativa de algo.
Caminamos hacia la cama como el reo que pasea por el pasillo de la muerte.
Ni siquiera es viernes y ya tenemos otra derrota. Una más.

Y entonces, a mí me revienta una neurona en forma de corte de manga. Siento que la vida me lanza sus obligaciones, sus convinciones, sus "haz esto, haz lo otro", sus penas... y chocan contra una muralla de indiferencia. Le doy la espalda, me arranco la batería a mi estado anímico y mi cabeza entra en coma.
Silencio.

El sonido del tabaco de liar consumiéndose por el fuego en un cigarro mal liado, ese crepitar de las llamas. Ese sonido divino que suena como miles de diminutas burbujas. No. Como miles de pequeñas ideas brotando en forma de humo. Y al abrir la cerveza, ese sonido metálico que parece liberar una pesada carga, y las burbujas de gas escapando a toda prisa, haciéndome cosquillas en los tímpanos para dejarlo todo en silencio, en serenidad. Cada trago resuena por el esófago como una dósis de confianza, optimismo e inspiración. El rasgueo del lápiz contra el papel, como un murmullo que sale del corazón, como una conversación con uno mismo.
Y que todo culmine en un cómodo y satisfactorio suspiro, como si al inspirar me llenase de felicidad, de energía renovable. Y al expirar... ¡Ah!

Es entonces cuando me río del mundo y la vida solo me parece una broma de mal gusto. Una sonrisa irónica mirando al techo con los ojos cerrados y un solo pensamiento:
Hoy he ganado al día.

O por lo menos, hemos quedado en tablas.
Y que le jodan al mañana. Eso ya es otra lucha.


Manu Riaño
Casi siempre lo mejor de la vida consiste en no hacer nada en absoluto, en pasar el tiempo reflexionando, rumiando todo ello. Quiero decir, pongamos que alguien comprende que todo es un absurdo. Entonces no puede ser tan absurdo porque uno es consciente de que es un absurdo y la consciencia de ello es lo que le otorga sentido. ¿Me entienden? Es un pesimismo optimista. -Charles Bukowski

12 de septiembre de 2014

Una atracción sobrevalorada y una fuerza infravalorada

Entro en mi habitación, sabiendo que esta noche me espera discutir.

-No es mi noche.
-Ni tu día, ni tu semana, ni tu mes, ni tu año...
-Bukowski era un gilipollas, déjalo.
-Ya, y tú estás borracho.
-Ya.
-Eres un quejica, un jodido despojo humano que cree destacar en una pseudo-importancia social por el mero hecho de aferrarte a una serie de poetas malditos. Venga, dime, ¿cuál fue tu guerra, Hemingway? ¿O acaso hoy eres Dos Passos?
-Coño,  ¿desde cuándo se necesitan excusas para quejarte? Mira, Bécquer era un maricón mimado y victimista, pero ahora todos veis poesía en las "pupilas azules" ajenas. No me jodas, la literatura es un fraude.
-Como si tú aportases algo a la literatura.
-La literatura no debería tener nombre.
-Llámala amor, llámalo drama, llámalo esquema sociopolítico... Lo único que nos queda es la poesía.
-Ja. Ahora la poesía es una mierda mal rimada por quinceañeros. Miguel Hernández se habría hecho franquista si os tuviese que leer. El amor es una mentira sobrevalorada y bien diseñada para que el "vivir felices y comieron perdices" sea la meta de nuestra vida.
-Claro, porque tú tienes meta...
-¿Con apenas veinte años? No me jodas.
-Tú lo que eres es un gilipollas que por estar viviendo una mala noche se cree un escritor tremendista que puede escribir una mezcla de comedia negra y novela maldita.
-¿Tú cómo cojones lo haces?
-¿Qué?
-Vivir de forma intermitente por y para una sola persona. Aburre. ¿Cómo puedes creer que puedes vivir así?
-El cariño existe, ¿sabes?
-No. No existe. Es el panem et circenses de los libros, historias y del día a día.
-¿Hablas de mujeres? ¿Una mala racha y ya eres un misógino?
-No. Tú te aferras a algo. A algo que te parece que brilla como una estrella. Y te crees que te puedes acercar a ella, soportar tu peso, su gravedad... Es una estrella en su más estricto y astrofísico sentido. Olvídalo.
-Nadie dice que no puedas con ello.
-No. Yo no. Es una atracción sobrevalorada y una fuerza infravalorada. ¿Qué pasa en este mundo? Parece que soy el único que no quiere arder en un jodido infierno. Cuando encuentro una estrella y me acerco... me asfixio, me quemo, me sofoco... Un caos que desemboca en una inevitable supernova cuyos restos me despellejan hasta el dolor. Tú te crees que eres capaz de amaestrarla y convertirte en polvo de estrella con ella para siempre.
-Relájate, que eres de letras.
-Hablaba de metáforas.
-Supongo que quien la sigue, la consigue.
-No, yo no quiero conseguir eso. No quiero conseguir nada, no aspiro a amaestrar una monótona fuente de luz y calor temporal que con el tiempo se apagará. No quiero fusionarme en su agobiante actividad y rutina rotatoria. Solo quiero su calor de cerca, y da gracias. Acercarme lo justo para orbitar a su alrededor.
-Vaya, ¿y ya está?
-No. No orbitar como uno más de otros tantos amantes que la orbitan, sino como un cuerpo, sú único cuerpo. Como un solo satélite natural en un planeta. Y girar sin tener que quemarme día sí y día también.
-Has improvisado un guión de mierda. Te has vuelto a creer Samuel Beckett, hablas solo como Pessoa y la realidad es que hasta Mihura se está riendo de ti.
-Yo creo que la Tierra es la amante perfecta. Ha aguantado mucho tiempo sin quemarse, ¿no?
-¿Me hablas de astrofísica, un aviso ecologista contra el medio ambiente, o sigue siendo una metáfora de tu ineptitud para apreciar un sentimiento benevolente?
-El amor no es benevolente, es una mierda esquematizada por escritores aferrados al alcohol y otras tantas drogas. Me río si me dices que Lorca no escribía borracho, o que los románticos no se bebían hasta el matarratas de su mansión. No existe, supéralo.
-Olvídame, sigues borracho.

Finalmente, dejo el bolígrafo, cansado de hablar solo. Odio discutir conmigo mismo cuando he bebido, la incongruencia puebla mis funciones simpáticas y parasimpáticas. Es mejor dormir la mona.
Pero, sinceramente... Baudelaire era un borracho. Estoy seguro de que sus poemas de amor estaban dedicados al vino.

Mañana me espera una resaca. Y me juraré, como otros tantos días, no volver a hablar conmigo mismo en mucho tiempo, cuando sé que en un par de días estaré gritando solo en el salón. Como hoy. 
Llevarse mal con uno mismo es el primer paso a la locura o a la literatura.
Pero admitámoslo, la locura se ha vuelto una moda popular entre los jóvenes... pero los que estamos verdaderamente locos maldecimos todas estas noches en las que hablamos con nosotros mismos y nos reprochamos cada minuto de nuestra existencia en las últimas horas. Y para colmo, desembocamos en la escritura de un diálogo pobre que se podría popularizar entre lectores que piensan que todas las novelas tienen final feliz. 

Mis ideas son maravillosamente estúpidas.

Manu Riaño

19 de julio de 2014

Noches como Heminway

Esta parece ser una de las muchas noches en la que me dormiré vagabundeando por el salón, torturándome una y otra vez con el fantasma de la desesperación que viene horas después de ponerse el Sol. Parece que será una de esas noches en las que soñaré contigo, más de lo que suelo soñar por el día, y te hablaré, como habla un viejo decrépito que no sabe qué le dice a su receptor inexistente, como habla el loco que es consciente de su demencia desde la ignorancia exterior: te hablaré como el triste que suelo ser por las noches.

Sabes, últimamente bebo por beber. Por sed, por sequía, por no tener sed, por revolcarme con un sentimiento marchito, lleno de malas hierbas que riego con la primera botella que encuentro en el desorden que nubla mi vista. Ya no sé qué hacer con todas estas horas malditas que me atormentan y me repiten que tú sabrías leer a través del vidrio de mis ojos cansados. Quiero rendirme, no tener que aguantarte más, pero rendirse no parece una opción de la que yo pueda emitir veredicto alguno; eres injusta conmigo, como todas las noches. Puedo sonreír, y que la amargura haga de la sonrisa una mueca terrible. Para qué. También me canso de decir que cada fiesta ha sido la mejor de mi vida. Olvídalo, de mi vida ni hablemos; me asusta todo, me aterroriza la idea de vivir en la soledad de mi perdida cordura y verme agarrado a la misma botella, cada noche, porque no soy capaz de desterrarte. De todas las cosas en las que querría convertirme, un viejo loco y borracho no es una de ellas, y menos sabiendo que al mirarme al espejo, solo podré ver por la fuerza del sino la decepción de mis ojos pasados, llenos de culpabilidad, parpadeando reproches y secos de resignación. Los días pasan, y lo peor es que las noches también. Cada noche intento vivir como Heminway, y sé que la vida no funciona así. Las botellas no alivian el dolor; lo aplazan, y hacen de mi cabeza un lugar terriblemente vulnerable a ti.
Esta noche me doy cuenta de que todos bebemos porque tenemos miedo. Miedo de no beber una noche y que desaparezcan los escasos recuerdos bellos que conservamos y nos ayudan a ver al amanecer, pero que las pesadillas persistan, rodeándonos como buitres a la carroña.

Sí, cada noche intento vivir como Heminway, y acabo como el imbécil de Bukowski. Pero cada noche sigo soñando, admirando las pesadillas que me traes, y sueño con la noche en que me vuelvas a acompañar con una botella, y los dos seamos poetas malditos.
Al fin y al cabo, siempre llego a ver el amanecer.

Manu Riaño